1/04/2019

Contigo

Contigo

Susana Nava

 

El sonido de las manecillas del reloj se escuchaba con eco en aquella habitación blanca inundada de nervios. Algún archivero, un escritorio y cinco sillas de las cuales solo cuatro estaban ocupadas les hacían compañía, eso y una pequeña planta que si bien no estaba agonizando poco le faltaba.


Martha, la única mujer entre las cuatro paredes miraba insistente la puerta, como intentando abrirla con telepatía, con esa mirada preocupada que usaba poco, luciendo aquel vestido café que compró en algunas vacaciones al convencer a su esposo de que solo sería para que él la viera; posando de manera delicada sus manos en los costados de la silla, sin su anillo de bodas, por supuesto.

 

No fue hasta quince minutos después de la hora pactada que se abría la puerta, Octavio entró despacio, tan educado como siempre, vestido de traje negro y con esa corbata con rayas azules que alguna vez ella le regaló. Saludó, pero lo hizo con prisa, no sin antes brindarle una mirada discreta antes de hundirse en aquel asiento color negro que ponía aún más deprimente el ambiente.

 

Varias hojas eran puestas en la mesa. Él tomó la pluma, con la mirada perdida en un intento de que pareciera que leía aquel documento que se sabía de memoria. La miró de reojo, de manera suplicante. Ella hundió su mirada en la planta que en ese instante pareció morir, ya no había nada más que hacer. Los trazos fueron lentos, tanto que parecían doler. Se levantaron despacio, no hubo más palabras, tan solo un último gesto de caballerosidad al dejarla salir primero.

 

 

Hasta siempre (Octavio)

 

Un lento suspiro sale de mi boca, me miro al espejo para acomodarme la corbata, me siento estúpido y creo que me falta el aire, pero por fin estoy listo. “Vamos, sonríe, es un día feliz” me repito una y otra vez mientras intento esconder el sudor de mis manos que delatan mi nerviosismo.

 

Abro la puerta y con lentitud doy los primeros pasos, como niño pequeño. Sigo derecho mirando el piso con insistencia, intentando olvidar todo lo que me ha llevado hasta aquí, es triste ver como todo lo que alguien tiene planeado se puede desmoronar en un solo minuto. Levanté mi rostro, miro mi reloj y confirmo lo evidente, llegaré tarde, aun cuando salí media hora antes.

 

Abro la puerta de la pequeña oficina, saludo y la miro, hermosa como siempre, con ese vestido que hace que sus ojos resalten como el primer día. Sonrío tontamente, sin poder evitarlo, como aquella primera vez en la playa en esa fiesta de generación. Tomo asiento para evitar que lo note, bajo la mirada esperando que todo pase en un abrir y cerrar de ojos, pero no es así. Términos y más términos se discuten en la mesa. Ni su voz, ni la mía. Ni mi mirada, ni la suya.

 

Y los recuerdos comienzan a llenar la habitación, y entre todos ellos resalta la culpa. La casa debía estar vacía aquella tarde, pero no fue así. Yo debía estar en el trabajo, pero tampoco fue así. No debía ir a casa, no debí comprar flores, no debí confiar…yo no debí. Yo debí tocar la puerta, eso era lo único que tenía que hacer.

 

Entre gritos no hubo explicaciones, no las quise. No las quiero ahora. Dos maletas y un portarretrato que ahora debo tirar me recuerdan lo débil que fui, porque la amé, porque aún lo hago. Y en mis adentros suplico para que detenga mi mano, que no me permita firmar. La miro, y ella me evade. Volteo la mirada y todo está decidido.

 

Todo termina con un apretón de manos, tan alejado de los primeros besos a un lado de la playa cuando le confesé que me gustaba. Dejo que se vaya, no tiene caso ir tras ella. El último suspiro y sigo mi camino por el pasillo que parece ser más extenso ahora que al principio. Unas cuantas gotas caen al piso, no llueve ni mucho menos, solo soy yo y esos recuerdos que, por mucho que quiera, no van a irse pronto.

 

 

Hasta nunca (Martha)


Caminé lo más rápido que pude, si no me hubiera puesto estos estúpidos tacones seguro que hubiera ido más rápido. Subí al auto y lancé aquel folder lejos de mi vista. Lo encendí y arranqué, mi cabeza daba vueltas; enojo, tristeza, felicidad ¡Que se yo! Intenté concentrarme en los autos alrededor, en eso y en no chocar contra algún poste. Los nervios ganaron la batalla y terminé por rendirme. Me estacioné en un pequeño super mercado y compré una cajetilla de cigarros. Uno tras otro, fueron cinco o tal vez más, a esas alturas el contarlos sería una completa locura. Aunque una locura más no sería nada para mi historial de estupidez.

 

La primera de muchas fue aquella mañana en la cafetería, nos miramos por accidente, esos ojos cafés, con ese pequeño brillo que me haría recordarlo las noches siguientes. Un “hola” comenzó el juego y unos minutos después ya hablábamos como buenos amigos. Fue impulsivo, fue tonto y sí ¡Fue increíble!

 

Los mensajes, las llamadas, las visitas a los hoteles y esa adrenalina que recorría mi cuerpo al llegar a casa. Rodrigo insistía en que lo que hacíamos no era nada malo, era fácil decirlo después de nuestros encuentros casuales. Llevaba meses saliendo con él, sería un juego sin riesgo alguno, pero la siguiente locura en mi lista fue invitarlo aquella tarde a la casa cuando se encontraba sola.

Tras abrir la puerta un abrazo llevó a una copa, una o media botella, la verdad perdí la cuenta. El sofá y después la cama. Nunca pensé que algo saldría mal, aunque era más que obvio que todo saldría mal. Y entre el desconcierto no hubo palabras coherentes, intenté justificarme, pero no había manera. Todo estaba dicho.

 

Después de calmarme me sentí aliviada y es que desde mucho tiempo atrás ya no me sentía cómoda con ese matrimonio. Luego de pedir el divorcio hablé por teléfono con Rodrigo, sería una buena idea comenzar una relación formal con él ahora que ya no había ataduras, quizá vivir juntos para empezar, pero tan solo se burló.

 

Quizá sean por eso los nervios. Las horas pasan y yo sigo aquí, con la cajetilla vacía mientras los recuerdos parecen irse con el viento. Ellos y los últimos cincuenta pesos de mi bolsa. Ahora que soy libre ¿A dónde voy? ¿Qué es lo que voy a hacer?

 

 

Hasta el final (Rodrigo)

 

Siete de la mañana, odias el sonido de la alarma, pero sabes que no puedes arrojar por la ventana el teléfono celular. Te resignas, aceptas el levantarte para comenzar con la rutina. Escuchas el ruido de tus hijos a lo lejos y a tu esposa que te anima a unirte al desayuno. Estás cansado y harto. Optas por meterte a la ducha, intentando ignorar la lista de obligaciones para el día de hoy. Suspiras ¿Por qué sigues aquí?

 

¡Vaya día de descanso! Te repites una y otra vez mientras continuas con el laberinto de locales a los cuales debes asistir para hacer las compras de la semana. Miras tu teléfono, tienes seis llamadas perdidas y dos mensajes de voz. Sabes perfectamente de quién son. Martha ha estado molestando estos últimos días con la loca idea de que vivan juntos ¿Acaso será tonta? Es cierto que no le dijiste que estabas casado, pero nadie piensa que una aventura pueda convertirse en algo serio, eso jamás pasa.

 

Te preguntas por qué lo hiciste, jamás habías engañado a Mariana, pero aun así pasó. Llevas algún tiempo saliendo con otra mujer, momentos de adrenalina en cualquier hotel barato, nada serio, por supuesto. Ahora tu gran hazaña se volvía hacia ti, tienes que poner un alto, te estresas, pero lo sabes. Aunque parece que te lo estás pensando, porque te lo estás pensando ¿No? El dejarlo todo, irte con ella y comenzar de nuevo, dejar la casa tan llena de ruido e irte a un departamento a vivir un amor como los de preparatoria ¡Vaya tontería! Pero sería bueno, claro que lo sería. Todos lo saben.

 

Suspiras, recuerdas, te sientes culpable y lo aceptas. Pero es la madre de tus hijos y no puedes hacerlo, es tu familia. Después de todo ella siempre ha estado contigo. En las buenas y en las malas. Lo prometiste, no te retractes, no quedes como un cobarde, no lo hagas.


Regresas a casa, miras a tus hijos gritándote papá, cargas a uno y te emociona. A veces olvidas lo feliz que eres ante esos pequeños detalles. Ellos son lo mejor que te ha pasado. Hueles la comida recién hecha, tu favorita. Sonríes y la miras, tan linda como siempre, sabes que la quieres, de eso no hay duda. No podrías dejarla, no quieres. Caminas hacía la cocina y le das un beso. Ahora lo sabes. Abres tu teléfono y bloqueas el número. no volverá a pasar. Ya no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario